Cinco noches en la intendencia de Palacio

Hay episodios terribles a lo largo de la historia de México, pasajes llenos de crueldad y de horror, de ignominia y espanto. Momentos tan siniestros que quisiéramos que jamás hubiesen sucedido y que, sin embargo, poseen su propia lógica, su propia y retorcida explicación.

Uno de estos casos, sin duda uno de los más escalofriantes e inhumanos, fue el del cobarde magnicidio del presidente Francisco I. Madero y el vicepresidente José María Pino Suárez, acaecido la noche del 22 de febrero de 1913, como punto culminante de lo que se conoce como la Decena Trágica, es decir, los diez días de horror, violencia, muerte y sangre que produjo el golpe de estado instrumentado por los enemigos del primer mandatario, legalmente electo quince meses antes.

Los asesinatos de Madero y Pino Suárez en pocas palabras

  • Uno de los episodios más terribles y siniestros de la historia de México
  • El golpe de Estado con el que inició la Decena Trágica quiso acabar con la naciente democracia en México
  • El presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez fueron aprehendidos y encerrados en Palacio Nacional
  • Victoriano Huerta y sus cómplices quedaron marcados para siempre por la traición y la ignominia
  • El 22 de febrero de 1913 se consumó la infamia al ser asesinados Madero y Pino Suárez

Los conspiradores

No vamos a analizar por el momento las causas del cuartelazo contra la efímera democracia maderista o todo lo que se vivió en la capital del país a lo largo de aquellos días funestos. Tampoco revisaremos con detenimiento los comportamientos de quienes urdieron el golpe y los políticos y militares traidores que, asesorados e impulsados por el entonces embajador estadounidense en México, Henry Lane Wilson, llevaron a cabo tan oprobioso plan. Porque si bien el nombre que siempre resalta cuando nos referimos a la Decena Trágica y al asesinato de Madero y Pino Suárez es el del general Victoriano Huerta, personaje execrable desde cualquier punto de vista, otros nombres tampoco deben ser olvidados por su abierta complicidad en el atentado. Félix Díaz, Manuel Mondragón, Aureliano Blanquet, Francisco Cárdenas, por mencionar a sólo algunos de los personajes implicados, son tan condenables como Huerta o el propio Lane Wilson. 

Nos centraremos en las cinco noches que Madero, Pino Suárez y el general Felipe Ángeles pasaron encerrados en Palacio Nacional, retenidos de manera ilegal en una fría y reducida habitación que funcionaba como intendencia. Las cinco últimas noches en la vida de dos de estos personajes históricos.

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El arresto de Madero y Pino Suárez

El presidente y el vicepresidente de México fueron aprehendidos por los golpistas el martes 18 de febrero de aquel 1913, dentro de Palacio. Madero y Pino Suárez se encontraban ahí tratando de coordinar la defensa del gobierno ante el ataque de los militares sublevados, encabezados por Felix Díaz y el general Manuel Mondragón. Hasta ese momento, los también generales Victoriano Huerta y Aureliano Blanquet habían fingido lealtad al presidente, pero ese día todo cambió. Los dos se quitaron las caretas y sin el menor ambaje aprehendieron a don Francisco y a don José María. También ese día, los esbirros de Huerta dieron la más cruel de las muertes a Gustavo Madero, hermano del primer mandatario, al tiempo que Huerta, el llamado “Chacal”, mandaba llamar a su oficina al general Felipe Ángeles para tratar de convencerlo de que se uniera a la asonada. Ante la negativa terminante de este, también fue encerrado en la misma intendencia donde ya estaban confinados Madero y Pino Suárez. 

Primera noche en la intendencia

En su libro La noche de Ángeles, el escritor Ignacio Solares describe aquel espacio de la siguiente forma: “La Intendencia era una pequeña pieza en penumbra con un sofá y sillones de piel, sillas en desorden, una mesa de mármol y un gran espejo que presidía y parecía eternizar cuanto ahí sucedía. Una de las puertas daba a un depósito de trastajos, sin ventilación, que servía de comedor a los cautivos, y la otra, con un centinela inconmovible, como de piedra, y una bayoneta que atrapaba rayos de sol, se abría al patio de Palacio”.

Los tres detenidos improvisaron camas con sillas y la primera noche se quedó a pernoctar con ellos uno de los muy pocos embajadores extranjeros que en todo momento abogaron por la vida y la libertad de Madero y Pino Suárez: el cubano Manuel Márquez Sterling. Don Manuel quiso permanecer con ellos para tratar de protegerlos con su presencia de una posible agresión nocturna. 

Ya al día siguiente, fueron a visitarlos algunos parientes. Pero también lo hizo otro traidor, el hasta entonces secretario de Relaciones Exteriores del gobierno maderista, Pedro Lascuráin, quien logró convencer al presidente y al vicepresidente de que presentaran sus renuncias con el fin salvar sus vidas. Cuando Madero firmó el documento, sabía que estaba firmando también su sentencia de muerte ya que con gran desánimo alcanzó a balbucir: “Con renuncia o sin renuncia nos van a matar”.

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Dos almas nobles

La segunda noche, el general Ángeles vio llorar en silencio a don Francisco, a quien la noticia de la horrible manera como habían asesinado a su hermano Gustavo lo llenó de una inmensa tristeza. 

Ya el tercer día, Madero y Ángeles pudieron conversar durante un rato, mientras Pino Suárez escribía una carta dirigida al diputado Serapio Rendón. Entre Madero y Ángeles, quizá las almas más nobles de la historia de la Revolución Mexicana, existía una gran afinidad y su amistad se había hecho con el tiempo cada vez más estrecha. Se admiraban mutuamente, a pesar de sus tan distintos orígenes. El civil y el militar compartían una fe absoluta e inquebrantable en la democracia y la justicia y en aquella charla lo reiteraron. Sin embargo, Madero confesó a Ángeles su sentimiento de culpabilidad al haber confiado en quienes no debió hacerlo y, por el contrario, no haberse aliado con quienes sin duda alguna lo habían defendido y protegido. Como Emiliano Zapata, quien a pesar de sus diferencias políticas con el presidente, ante el golpe de Estado le había ofrecido protección y ayuda, poniendo a su disposición a dos mil de sus hombres y ofreciéndole refugio en sus dominios del estado de Morelos, pero Madero no aceptó. O como el propio general Ángeles, a quien don Francisco no se había atrevido a nombrar como jefe del ejército, por un malentendido respecto a las jerarquías militares, y por ello había sostenido en el cargo a quien en breve habría de traicionarlo, el desalmado general Huerta. Muy tarde comprendió Madero aquellos crasos y fatales errores.  

Basado en los textos que años después dejaría por escrito el propio Ángeles, Ignacio Solares recreó literariamente las siguientes palabras del desolado coahuilense:

–Si usted sale vivo de esta aventura, general Ángeles, le aconsejo que luche por la Revolución desde su base, al lado del pueblo, de los más humildes, de los que de veras nos apoyaron. Quienes detentan el poder siempre nos confundirán y reclamarán más de lo que dan. Hoy tengo la seguridad de que la Revolución sólo seguirá viva con hombres como Villa, como Zapata, como usted. Yo mismo, en mi primera lucha, fui fiel a ese espíritu. Pero ya ve lo que vino después.

Ángeles creía que él también sería sacrificado al lado de Madero y Pino Suárez, pero don Francisco pensaba que no se atreverían a tocarlo, debido al prestigio que conservaba entre amplios sectores del ejército federal.

La noche de los asesinos

El 22 de febrero, un oscuro mayor de nombre Francisco Cárdenas fue llamado a su despacho por el general Aureliano Blanquet. Cárdenas era un militar desalmado que tenía una gran cantidad de crímenes en su haber. Blanquet le dijo que tenía una importante misión para él, un “gran servicio” que requería el país para él: acabar esa misma noche con las vidas de Francisco I. Madero, José María Pino Suárez y el general Felipe Ángeles. Para que no hubiera dudas de su parte, le dijo también que se trataba de un acuerdo que habían tomado todos los ministros del gobierno. Luego lo llevó ante la presencia de los mismísimos jefes del golpe de Estado: Félix Díaz y Manuel Mondragón, quienes le dijeron que apoyaban la idea. Pero Cárdenas era un sujeto taimado y se mostraba dudoso. Para no correr riesgos, comentó que sólo aceptaría aquel encargo si también contaba con la aprobación del general Huerta. Huerta lo recibió y reiteró que efectivamente era una decisión consensuada y que él mismo la aprobaba. Cuando el mayor le preguntó si había que matar a los tres prisioneros, Huerta dudó un momento y finalmente le contestó: “Bueno, que se quede Ángeles, pero a los otros dos hay que matarlos hoy mismo”.

El charro negro

Esa noche, al filo de las once, irrumpieron en la intendencia de Palacio el mayor Cárdenas y un piquete de soldados armados con carabinas. El guardia Joaquín F. Chicarro, encargado de custodiar a los detenidos, dirigió hacia sus caras una linterna, al tiempo que decía: “Éste es el señor Madero, éste es el licenciado Pino Suárez y este otro el general Felipe Ángeles”.

A la pregunta de este último sobre qué estaba sucediendo, Chicarro contestó secamente que tenía órdenes de entregarlos a aquellos hombres. Madero quiso saber a dónde pretendían conducirlos, al tiempo que se encendía la luz de un foco y el mayor Cárdenas le decía que iban a llevarlos a la Penitenciaría de Lecumberri para que estuvieran “más seguros”.

Francisco Cárdenas, nacido en un pueblo situado en los límites entre Michoacán y Jalisco, vestía como le gustaba y como aparece en algunas fotografías de aquella época: con un traje negro de charro y pistolas al cinto. Acerca de él escribe Solares: “Tenía toda la facha de ser quien los ejecutaría”.

Los tres prisioneros se vistieron con premura y sin decir palabra. Burdo y socarrón, Cárdenas les dijo que no se molestaran en llevarse nada, que ya después les llevarían sus cosas a sus nuevos alojamientos. El presidente sin embargo se empeñó en llevar su portafolios y el mayor aceptó a regañadientes.

Los tres detenidos se dirigieron a la puerta, pero Cárdenas detuvo a Ángeles, poniéndole una mano en el pecho.

–Usted no va, general.

El militar se desconcertó y exigió explicaciones. La respuesta fue escueta: la orden era que sólo Madero y Pino Suárez fueran trasladados a la Penitenciaría. Impotente, Ángeles miró a Madero y este volvió sobre sus pasos para abrazarlo y despedirse. Entonces, el mayor Cárdenas, exasperado, jaloneó de un brazo a don Francisco para conducirlo de nuevo a la puerta, diciendo que llevaban prisa.

El general Felipe Ángeles se quedó solo en la intendencia.

Cinco noches en la intendencia de Palacio

El montaje de un crimen

Existen varias versiones de lo acontecido en la hora siguiente. Una dice que el presidente y el vicepresidente fueron subidos en un auto de alquiler que había conseguido Ignacio de la Torre, el famoso yerno del ex presidente Porfirio Díaz. Otra afirma que cada uno fue metido a un taxi distinto.

La versión oficial de los huertistas, publicada en los periódicos del día siguiente y citada en la Historia gráfica de la Revolución mexicana de Gustavo Casasola, decía: “Al ser conducidos de Palacio a la Penitenciaría, los señores Madero y Pino Suárez fueron asaltados por un numeroso grupo de sus partidarios, trabándose un fuerte tiroteo y resultando muertos los prisioneros y destrozados los automóviles. Después de la autopsia de rigor fueron entregados a sus familiares y sepultados, el Sr. Madero en el panteón Francés y el Sr. Pino Suárez en el panteón Español”.

Todo indica que no fue así y que se trató de un montaje. Al llegar a las inmediaciones de Lecumberri, se fingió un ataque al convoy, lo que aprovechó el mayor Cárdenas para asesinar a sangre fría a don Francisco I. Madero, propinándole dos balazos en la nuca, mientras que un oficial de apellido Pimienta se encargaba de liquidar a don José María Pino Suárez. El general Mondragón le pagó a Cárdenas y a sus secuaces la cantidad de dieciocho mil pesos por haber cumplido la siniestra comisión.

Por lo que toca, al general Ángeles, en efecto, como le dijera Madero, Huerta no se atrevió a matarlo. Fue encerrado algún tiempo en la Penitenciaría y más tarde desterrado a Francia. Aún sobreviviría seis años más en los que regresaría a México para luchar contra el régimen huertista y ser junto con Pancho Villa quien le dio la puntilla en la batalla de Zacatecas. El que acabaría con su vida, quién iba a decirlo, sería uno de sus antiguos aliados constitucionalistas, haciéndolo fusilar luego de un juicio amañado y a todas luces injusto: Venustiano Carranza.