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A lo largo de la historia de México, ningún presidente de la república ha durado tanto tiempo en el poder como Porfirio Díaz. El militar y político oaxaqueño fue primer mandatario de la nación a lo largo de treinta años y durante su gobierno el país se transformó de una manera notable, luego de muchas décadas de división y guerras intestinas entre los dos bandos que se disputaron el predominio, desde que en 1827 se consiguió la independencia de España: los liberales y los conservadores. Pero, ¿cómo era este personaje antes de llegar al poder?, ¿cuál fue su formación personal, militar y política?, ¿quién fue Porfirio Díaz en sus primeras cuatro décadas de vida?

Niñez y adolescencia

Nacido en la ciudad de Oaxaca el 15 de septiembre de 1830, este mestizo de sangre española y mixteca, cuyo nombre completo era José de la Cruz Porfirio Díaz Mori, era hijo del español José Faustino Díaz –quien murió cuando el pequeño Porfirio tenía tan sólo tres años de edad– y de Petrona Mori, nativa de la región mixteca. Desde muy niño supo lo que eran el trabajo y los estudios, ya que laboró como ayudante en una carpintería al tiempo que ingresaba a estudiar en el Seminario Conciliar de la Santa Cruz, donde permaneció cinco años y salió aprobado con excelencia en Artes y Filosofía. En 1843 entró al Instituto de Ciencias y Artes de Oaxaca para estudiar Leyes, carrera que no terminaría debido a las necesidades económicas de su familia. Tuvo entonces que trabajar en los más diversos oficios.  En 1847, al estallar la guerra con Estados Unidos, se alistó en la guardia nacional, pero no participó en enfrentamiento alguno. Fue por ese entonces que comenzó a simpatizar con el pensamiento liberal y decidió dejar el seminario, a pesar del enojo del arzobispo de Oaxaca, quien era su pariente y protector. Esto lo acercó sin embargo al recién electo gobernador del estado, un abogado nacido en 1806 en el pequeño pueblo de San Pablo Guelatao y que respondía al nombre de Benito Juárez García.

Sus inicios militares

Aunque era 24 años mayor que Porfirio (quien a la sazón tenía 17), Juárez lo acogió con agrado y gracias a él conoció a Marcos Pérez, un oaxaqueño de buena posición económica y espíritu progresista que le brindó apoyo y gracias al cual en 1854 entró a trabajar como bibliotecario en el mismo Instituto de Artes y Ciencias donde el muchacho había estudiado. Poco duró ahí sin embargo, ya que ese mismo año, en lo que hoy es el estado de Guerrero, se produjo la revolución de Ayutla en contra del dictador Antonio López de Santa Anna y el joven Díaz no dudó en unirse a las fuerzas rebeldes que en la Mixteca comandaba el general José María Herrera. Fue así como inició formalmente su carrera militar.  La revolución duró muy poco, ya que Santa Anna renunció a la primera magistratura de la Nación pocos meses más tarde y el líder del levantamiento, Juan Álvarez, fue nombrado nuevo presidente de la república, aunque dimitió dos meses más tarde, dejando su lugar a otro de los líderes de la insurrección liberal: Ignacio Comonfort. Dentro del nuevo gobierno, Benito Juárez fue designado secretario de Justicia y se trasladó a la Ciudad de México. Mientras tanto, en Oaxaca, Porfirio ascendía en su flamante y centelleante actividad político-militar y lograba la jefatura del distrito de Ixtlán, donde en un año reorganizó el gobierno y la hacienda pública.

Bautizo de fuego 

En 1856, Juárez reasumió la gubernatura de Oaxaca, pero apenas al año siguiente, al ser promulgada la Constitución Política de 1857, regresó a la capital del país para ejercer el cargo de secretario de Gobernación.  Como militar, ya con el grado de capitán, Díaz recibió su bautizo de fuego en agosto de ese mismo año, al ser herido en un costado, durante un encuentro con un batallón del bando conservador, opuesto a la nueva Constitución. Fue una dura experiencia, ya que no fue tratado debidamente por quienes lo curaron y tardó varios meses en recuperarse. Pero estaba vivo y eso era lo que importaba. El primer momento de gloria militar de Porfirio Díaz se daría durante la Guerra de Reforma (1858-1860). Designado por el gobierno liberal para hacerse cargo de la comandancia del Istmo de Tehuantepec, no sólo tuvo que pelear contra los grupos conservadores sino también mediar en el sempiterno conflicto entre los habitantes de Tehuantepec y Juchitán. Fue en ese tiempo que conoció a una mujer extraordinaria, una bellísima y enigmática tehuana que fungió como su informante y muy posiblemente como su amante: Juana Catalina Romero, mejor conocida como Juana Cata. En total, Díaz participó en doce batallas hasta el final de la guerra. En algunas salió victorioso y en otras sufrió derrotas, aunque sólo en una de ellas resultó herido, esta vez en una pierna. Justo al término del conflicto, en 1861, una vez derrotados los conservadores, por primera vez en su vida pudo poner un pie fuera de su estado natal, al entrar a la Ciudad de México como parte de las fuerzas del general Jesús González Ortega. Tenía 30 años de edad y ya Benito Juárez se había referido a él como “el hombre de Oaxaca”. Juárez, refugiado en Veracruz, era presidente interino de México y desde esa ciudad había promulgado dos años antes las Leyes de Reforma que desataron la guerra contra los conservadores.

Díaz y la intervención francesa

En 1861, el propio Juárez fue nombrado presidente constitucional de la república mexicana, al tiempo que Porfirio Díaz llegaba a General de Brigada del Ejército Mexicano. Como tal peleó contra la invasión francesa, teniendo una participación extraordinaria en la batalla de Puebla, el 5 de mayo de 1862. No obstante, en el contraataque del poderoso ejército extranjero fue hecho prisionero y encerrado en un convento de la capital poblana, ya en manos de los europeos.  Pero Díaz era un hueso duro de roer y cual si fuese un personaje heroico de alguna novela de aventuras de Alejandro Dumas, un conde de Montecristo a la mexicana, logró escapar de prisión de una manera asombrosa y pudo regresar a Oaxaca, donde organizó diversos grupos guerrilleros para atacar a las tropas invasoras.  Lamentablemente, el 31 de mayo de 1863, a punto de ser tomada por los franceses, la Ciudad de México debió ser abandonada por Juárez y sus más cercanos colaboradores, quienes escaparon rumbo al norte. Entre los integrantes de la escolta militar que cuidaba al presidente, se encontraba el joven general Díaz. Sin embargo, no acompañó a la comitiva en todo su trayecto hacia el estado de Chihuahua, ya que don Benito le encomendó retornar a Oaxaca y formar el llamado Ejército de Oriente para combatir a las tropas imperialistas. Así lo hizo y en noviembre de ese año recibió el nombramiento de General de División. Con la llegada al año siguiente de Maximiliano de Habsburgo y de su esposa Carlota, nombrados emperadores de México, todo parecía estar perdido para la causa republicana. En Oaxaca, Díaz se aprestaba a defender la ciudad que en septiembre había sido sitiada por uno de los principales oficiales del ejército galo: el general Aquiles Bazaine. Invitado a adherirse al Imperio, Porfirio rechazó airadamente la humillante oferta y decidió afrontar a sangre y fuego la defensa de la capital oaxaqueña. Por desgracia, la superioridad de los europeos era demasiada. El 8 de febrero de 1865, la plaza fue tomada y Díaz hecho prisionero y conducido a la ciudad de Puebla.

Un Edmundo Dantés a la mexicana

Encerrado en el Fuerte de Loreto, aún ahí le siguieron insistiendo que se uniera a la causa conservadora, pero se negó terminantemente a ello. Por el contrario, su pensamiento estaba concentrado en cómo escapar de su cárcel para seguir peleando contra el invasor. Y lo logró. Así describe Enrique Krauze, en su biografía de Porfirio Díaz para la serie bibliográfica Biografía del poder, aquella nueva escapatoria: “Cavando pacientemente túneles, trepando con agilidad circense por paredes y tejados, descolgándose hasta calles oscuras, escondiéndose en matorrales o en cueros de vaca, errando por los dominios serranos de Juan Álvarez, Porfirio se vuelve una leyenda. Las autoridades ponen precio de once mil pesos a su cabeza”. Lo dicho: era un conde de Montecristo, un Edmundo Dantés a la mexicana. Tras escapar de Puebla y retornar a Oaxaca, Díaz organizó a su gente y de inmediato inició la lucha contra los franceses, logrando una cadena de victorias. En una de aquellas batallas, uno de sus hombres más allegados, su gran amigo y compadre, el tamaulipeco Manuel González, perdió el brazo derecho al recibir un tiro. Desde entonces se le conoció como “El Manco” González, quien sería presidente de México de 1880 a 1884. En el contraataque de las fuerzas juaristas contra el Imperio de Maximiliano, Porfirio Díaz y el Ejército de Oriente retomaron la ciudad de Puebla, mientras desde el norte el general Mariano Escobedo se hacía de la ciudad de Querétaro y apresaba al emperador austriaco, derrotando en definitiva a las fuerzas conservadoras y acabando con sus sueños de oropel.

Días de victoria, días de división

El 15 de julio de 1867, en medio del júbilo popular, Benito Juárez entró a la Ciudad de México y reinstauró la república. Ahí ya lo aguardaban, entre otros, Porfirio Díaz y sus valientes tropas. A pesar de su buena relación con el presidente Juárez, Díaz empezó a sentirse menospreciado y desplazado del poder. En el fondo, el general pensaba que él había hecho más méritos para la victoria que el propio don Benito, quien no había participado en batalla alguna y no había puesto en riesgo su vida combatiendo contra el enemigo. Entonces decidió renunciar a la jefatura militar y regresar a Oaxaca, donde el gobierno estatal le regaló la hacienda de La Noria como premio por sus servicios. Pero Porfirio era un hombre ambicioso y no se conformó con eso. En las siguientes elecciones presidenciales, en 1871, presentó su candidatura precisamente contra la de Benito Juárez, quien buscó reelegirse para un segundo periodo de cuatro años, algo que permitía la Constitución de 1857. El abogado zapoteco triunfó en los comicios y un indignado Díaz alegó fraude en las votaciones, decidió rebelarse y lanzó el Plan de La Noria, en el que desconocía los resultados electorales y dónde venía la famosa consigna: “No dejemos que ningún ciudadano se imponga y se perpetúe en el poder y esta será la última revolución”. Visto a la luz de lo que históricamente sucedería en los siguientes 40 años, no deja de ser un enunciado paradójico y lleno de ironía. Durante los meses posteriores, Porfirio Díaz fue perseguido por el gobierno como un forajido, a pesar de la estima que le tenía don Benito, quien sin embargo declaraba que el militarismo ya no tenía cabida en México. Estando así la situación y con Díaz en la clandestinidad, llegó la inesperada noticia de la muerte del presidente Juárez, afectado por una angina de pecho. De pronto, el país quedaba un tanto a la deriva, a pesar de que el vicepresidente Sebastián Lerdo de Tejada fue nombrado constitucionalmente como el nuevo primer mandatario.

La llegada al poder

Aunque muchos esperaban que Porfirio se lanzara en pos del poder, el oaxaqueño se acogió a la amnistía y regresó a trabajar en las labores del campo de su hacienda. Ahí se casó con quien sería su esposa durante tres años, su prima carnal Delfina Ortega, la cual le daría dos hijos, Porfirito y Aurora Victoria, y quien fallecería y lo dejaría viudo en 1880. Pasó el tiempo y en 1874, el oaxaqueño se convirtió en diputado federal. Sólo dos años después, al llegar las nuevas elecciones a la presidencia, Díaz volvió a presentar su candidatura y nuevamente fue derrotado ante la reelección de Lerdo de Tejada. Su reacción fue idéntica a la de 1871 y volvió a levantarse en armas, esta vez mediante el Plan de Tuxtepec. Vinieron meses de cruenta lucha y actos heroicos, hasta que en la batalla de Tecoac, las fuerzas rebeldes se impusieron a las del gobierno y Lerdo huyó con rumbo a Acapulco, para embarcarse rumbo a Estados Unidos y refugiarse en Nueva York. Porfirio Díaz había logrado al fin su más grande ambición, convertirse en presidente de la república mexicana. El 21 de noviembre de 1876, entró a la capital de México al frente de sus hombres y en medio del furor popular que le aplaudía al igual que lo había hecho con Benito Juárez en 1867 y de la misma forma como lo hiciera cuando llegó Maximiliano en 1864. Así eran las grandes masas del pueblo mexicano, siempre efusivas con los vencedores, sin importar que fueran liberales, conservadores o de cualquier otra tendencia ideológica. Con la presidencia de Porfirio Díaz Mor, se iniciaba una nueva etapa en la historia de México. Nadie, seguramente ni él mismo, podía imaginar que era también el comienzo del Porfiriato, un régimen que se extendería durante tres décadas y del cual hablaremos en una próxima ocasión.

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